Te veo.
Me ves.
Decidido me acerco, lentamente, como si
dudara en hablarte o no. Tú pareces feliz al ver que me acerco, sonríes. Una
emoción recorre todo mi cuerpo, desde los pies hasta mi cabeza, y siento como
poco a poco, parte por parte, mi piel comienza a enchinarse.
Llego hasta ti.
Te tomo de la mano y tú sin dudarlo enredas
tus dedos con los míos, sintiendo mi piel, la acaricias. Caminamos en dirección
a la salida, yo siendo el guía, tú siguiendo mis pasos. Salimos de aquel
lúgubre lugar. Tu vestido dorado resalta con las luces de los faros de la
avenida y yo pienso que te ves hermosa. Eres hermosa. Parece un sueño, pero no
lo es, tú decidiste estar aquí, conmigo, a mi lado, siendo mi musa. Me detengo
bajo aquella luz, te veo a los ojos, negros como la obsidiana, como la noche;
llevo mis manos a tu delicada cara y lentamente te beso en los labios.
Los labios más suaves que jamás he probado,
los más rojos que en mi vida había visto, los más dulces. Tus labios.
Te abrazo.
Me abrazas.
De repente, en un soplido mi corazón habla,
mi mente calla, mi cuerpo se envuelve en tu piel y en el espacio, pero caigo,
mi cuerpo se derrumba ante ti y sin piedad desmoronas mi alma.
El aliento me falta.
El alma se desprende.
La mente se calla.
Tú me faltas.
Me quedo callado, me quedo parado, veo tu
sombra, veo la distancia, veo aquella mirada de culpabilidad, de lástima. Caigo
entre la noche, entre la oscuridad, me envuelvo entre soledad y entre los
sentimientos que sentí.
Miro como sonríes con cierta maldad, con
cierta diversión.
Observo a lo lejos como llevas como premio,
mi apenas palpitante corazón, ahogado en suspiros, ahogado en palabras.
Me retuerzo de dolor, me llevo las manos al
pecho, porque ahora hay un hueco, ahora está vacío, hay un agujero donde cabe mi mano, donde ya no hay alma.
Despierto.
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